Cuando mi avión aterrizó en Madrid el 17 de diciembre a las 10 de la noche, cogí mi portátil y el bolso y me metí en el bus que te lleva hasta la terminal como a un rebaño de ovejas guiadas por un pastor. Una vez asentada, muerta de sueño y de frío, no tenía nada más que hacer que fijarme en la gente que tenía alrededor. Al venir de París, los pasajeros del vuelo eran de lo más variopinto, gente joven que venían de Disneyland (las bolsas de regalos era lo que me decían a mí), parejas moñas de enamorados que pasan el fin de semana en la ciudad del amor, señores trajeados maletín en mano, ancianos, algunos perdidos como yo… de todo un poco, lo que tenían la mayoría en común en ese momento era su comportamiento.
Nada más subirme al bus empezaron a sonar pitidos de móviles
por todos lados. “Tengo 18 notificaciones en Facebook”, “me han llegado 300
whatsapp”, “oh dios mío! doscientas llamadas perdidas de mi jefe!”. De repente
era todo silencio, sólo interrumpido por melodías provenientes de los
teléfonos. Ni un intercambio de palabras, cada uno ausente absorbido por una
pantalla luminosa que parecía tener mucho más que ofrecer que el paisaje de
luces con el que nos deleitaba Madrid esa noche de diciembre.
No voy a mentir, yo me sentí identificada con esa escena, porque si tuviera a mano mi móvil sería la primera en encenderlo aunque no tuviera motivo para hacerlo. Esa vez tenía razones para haberme ausentado del mundo con el teléfono, el vuelo llegaba con una hora de retraso y Marta estaba esperándome allí desde hacía un buen rato, debería llamarla para decirle que ya había llegado. A mi lado en el bus iba el típico que piensa que los móviles no acortan distancia entre las personas y necesita gritar, por si al del otro lado no le llegan bien las ondas, para que lo oiga igual, esté donde esté.
No voy a mentir, yo me sentí identificada con esa escena, porque si tuviera a mano mi móvil sería la primera en encenderlo aunque no tuviera motivo para hacerlo. Esa vez tenía razones para haberme ausentado del mundo con el teléfono, el vuelo llegaba con una hora de retraso y Marta estaba esperándome allí desde hacía un buen rato, debería llamarla para decirle que ya había llegado. A mi lado en el bus iba el típico que piensa que los móviles no acortan distancia entre las personas y necesita gritar, por si al del otro lado no le llegan bien las ondas, para que lo oiga igual, esté donde esté.
Después de haberme pasado las dos horas del vuelo durmiendo,
con un microclima de 30 grados que nos torturaba, lo que menos me apetecía al
salir de ese baño turco disfrazado de avión, era aguantar una conversación a
gritos que no me importaba nada. El bus no arrancaba y estábamos todos dentro,
yo seguía mirando para todos lados sin cortarme un pelo en disimular, me quedé
un rato observando a dos parejas de aproximadamente 35 años. ¡Estaban
compitiendo por ver quién tenía más cosas en el móvil después de la semana de
vacaciones en Francia! Se notaba que el ego del que más notificaciones tenía se
iba agrandando cada vez que la pantalla de su iPhone se iluminaba. Parecían
adolescentes con un pavo encima que les aplastaba la cabeza, yo no daba
crédito.
Nos agilipollamos con el exceso de comunicación: no hace
falta saber lo que hace cada uno en cada momento; pero nos hemos creado esa
necesidad absurda que no consigue más que controlarnos los unos a los otros.
Cuando salió el rumor de que Whatsapp iba a quitar la famosa “última hora de conexión”
estalló una guerra fría. Los amantes de este dato y los que votaban por su
eliminación. A mí al principio me pareció mal que lo quisieran quitar, porque
yo lo veo útil, por ejemplo cuando le escribes a alguien y ves que nunca jamás
se conecta, pues coges y llamas, acabas antes y te aseguras de que el otro se
entera de lo que quieres.
No es que puedas sacar mucha información con la última hora
de conexión, porque ver que alguien se desconectó a las 6 de la mañana no
implica que haya salido de fiesta y esa sea la hora a la que llegó a casa;
simplemente pudo levantarse a por un vaso de agua en medio de un mal sueño o es
que ha madrugado mucho. Pero a todos nos encanta pensar mal y llevar nuestros
pensamientos al extremo que queremos, y esto es así.
No voy a venir yo ahora a dar lecciones de moral porque soy
tan dependiente de la tecnología como antes de estar sin móvil, pero me he dado
cuenta de lo prescindible que es en muchos sentidos porque estoy sufriendo la desconexión. Sin ir más lejos, mi padre
no tiene móvil, por lo que soy consciente de que se puede vivir así. De acuerdo que
esto hoy en día no es lo normal, pero su argumento es que no necesita estar
localizable todo el tiempo, razón más que suficiente. Ahora me doy cuenta de
esa decisión tan inteligente, eso sí, quítale el portátil e internet y a ver
cómo lo lleva.
Seguro que yo llevaría peor el tener que prescindir de esto último;
ya que me considero tecnológicamente dependiente de Internet, como herramienta
de trabajo y como ocio, y por consiguiente del móvil también, porque ahora no
tener tarifa de datos es como tener un teléfono obsoleto. Pero aborrezco la
televisión, y cuando la enciendo recuerdo el por qué no la veo nunca.
Creo que estamos sobrecomunicados y estamos olvidando la esencia de toda comunicación por el uso abusivo de los medios que nos mantienen "ahí" 24 horas al día. A mí como futura publicista esto es algo que me favorece, pero dejándolo al margen, en el fondo me da pena (por llamarlo de alguna forma) ver cómo van cambiando las cosas. A veces la tecnología no mejora sino que empeora.
Para terminar, una frase de Einstein a la que le llevo dando vueltas unos días, y una imagen graciosa y penosa a la vez.
Desde que estoy en Angers me estoy dando cuenta de lo poco que necesito el movil... todo sea llegar a España para volver a caer en el vicio. Gran entrada!
ResponderEliminarReconozco que la llegada de internet y las nuevas tecnologías se ha convertido en algo novedoso e imprescindible para mí. Pero siempre he pensado que todo debe usarse de un modo adecuado y racional; veo que este tiempo sin móvil te ha servido para comprender un poquito a tu padre, para comprobar que se puede vivir sin estar permanentemente conectada y, sobre todo, para observar el comportamiento de los que te(nos)rodean que, sin intención de ofender, recuerda mucho al de los memos.
ResponderEliminarCuando se telefoneaba a través de centralita, todo lo que decías era retrasmitido a todo el pueblo en cuestión de minutos, por las telefonistas. Igual que gritándole al móvil... pero, como que más sociable ¿o no?
ResponderEliminargran escritora, tienes mucho futuro en este campo.
ResponderEliminarespero y deseo que tengas una vida llena de éxito y que dios este de tu lado, porque con entradas como esta logras sacar una sonrisa a los bloggeros tristes de estos malos tiempos.
un beso de un gran admirador de gente emprendedora como tu
Hola! Muchas gracias, por el cumplido y por seguir mi blog, que me alegro de que te guste :)
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