miércoles, 16 de enero de 2013

Si las miradas matasen…


Vas caminando por la calle y te cruzas con todo tipo de gente, no sabes lo que van pensando. Puede ser que a esa chica que pasa y te roza un poco el brazo, le hayan dado una buena noticia, o haya suspendido el examen de conducir, o quizás lo único que le ocurre es que está cansada. A lo mejor el señor que se sube despacio al autobús acaba de recuperarse de una enfermedad, o le han dicho que tiene que volver a operarse. A la mujer que va cargada con las bolsas de la compra la van a echar del trabajo, o le han subido el sueldo y lleva un cargamento para celebrarlo.

No se pueden hacer más que conjeturas sobre lo que piensa o no piensa la persona que va caminando en dirección opuesta a la tuya, con la que cruzas la mirada por casualidad. Eso sí, no hay nada que diga más sin hablar que los ojos. La mirada es el espejo en el que se refleja la alegría, el cansancio, la angustia, la vitalidad, la preocupación o los nervios. Podemos sacar un poco de información con una mirada, porque pensad, es muy difícil “poner mirada de”, puedes estar sonriendo para una foto, que si por dentro estás roto, los ojos no van a brillar de la misma forma. No se puede disimular una mirada, porque, intentadlo, poner esa cara de interesantes que hacéis siempre de tontería con vuestros amigos, a lo mejor cuando os veis en el espejo, parecéis cualquier cosa menos lo interesante que imaginabais.

Además de cruzarte con las miradas de todo aquel que pasa por tu lado de manera casual y preguntarte qué le pasará para que tenga esa expresión en la cara, ¿alguna vez has pensado eso de por qué tienes que ser siempre tú el que se aparta para dejar pasar al otro? Seguramente sí, igual que no entiendes a aquellos que van con su enorme paraguas por debajo de la cornisa, ocupando el único espacio para los que se van mojando como tú. Y puede que también te hayas propuesto alguna vez eso de “pues ahora no voy a dejar pasar a nadie” y acabarías apartándote porque siempre hay una señora más cabezona que tú, y si ella ha decidido que va a pasar y tú te vas a apartar, eso será lo que ocurra.

Lo mismo que sucede con esos que no te dejan pasar, también pasa con las miradas. Parece que mirarse a los ojos es algo prohibido o una especie de ataque silencioso. Como si temiésemos que alguien anónimo que te mantiene la mirada, pudiese entrar en tu cabeza y conocer todos tus secretos, como si le dejásemos nuestros pensamientos en una bandeja, para que pudiera escoger y llevárselos a cualquier parte, y así dejarnos expuestos al mundo.

He hecho la prueba caminando por la calle, y llega un punto en el que el momento se hace tan incómodo y tan eterno, que es imposible no bajar la cabeza. Me ha sorprendido ser yo la que “gana” siempre en este tipo de juego absurdo que todos hemos hecho alguna vez; u ocurre un empate cuando dejo de mirar porque nuestros caminos son opuestos, y no voy a girarme completamente para continuar con la bobada del momento. Aunque no es la primera vez que me doy la vuelta y me sorprendo con la otra persona mirándome todavía.

Es como un vínculo con los desconocidos que tienen esa "valentía" de dejar sus ojos abiertos al mundo, a toda mirada desconocida que atraviesa sin pedir permiso. Pero esto es la excepción porque da igual dónde, cuándo y por qué: sentados uno enfrente del otro en el tren, en el ascensor o en la cola de una tienda. Evitamos el contacto visual con desconocidos, y cuando hay uno que te está mirando nos sentimos hasta ofendidos, ¿pero qué estará mirando? ¿tendré algo en la cara?. Si la mirada proviene del sexo contrario y las edades están más o menos equiparadas, el jueguecito de miradas se hace un poco menos violento (o más, depende), pero por regla general uno mira, y cuando éste gira la cabeza para el otro lado, es el turno del otro. Si no nos sentimos observados es cuando nos gusta a nosotros observar.

Nos sentimos más seguros sin mirar a los ojos a esa persona desconocida que está enfrente, como inquisidora, protegidos ante nuestro propio aislamiento, como si por cruzar un segundo la mirada nos fuese a pasar algo. Ante la soledad del viajero solitario y con el amparo de la música que sale por los auriculares, tenemos vía libre para mirar, pero nunca para que nos miren.

Los únicos que te dan permiso para que los mires y te devuelven la mirada, con completa inocencia, son los niños. Incluso te puedes permitir el lujo de sonreírles, que nadie va a pensar mal, te contestarán haciendo lo mismo, y si tienes todavía más suerte, la tontería puede durar unos minutos, seguro que de repente te ves sacando la lengua para hacer reír al niño que va sentado en su silla, y que su madre ha colocado estratégicamente enfrente de ti en el metro.

La mirada directa a los ojos, la que se clava como un puñal, está otorgada para aquellos que te conocen o se han ganado el privilegio de conocerla. Con los que no hay competición por ver quien aparta la vista antes, porque directamente ésta no existe. Los que de verdad te conocen tienen el poder de colarse a través de tus ojos para descubrir lo que está en tu cabeza.

Y si las miradas matasen…

1 comentario: