Odiabas que me recogiese el pelo, yo lo sabía, pero me hacía
una coleta a conciencia para ver cómo intentabas deshacerla y reírme mientras
me escondías la goma del pelo en uno de los bolsillos de tus vaqueros como si
no me fuese a dar cuenta. “Estás mucho más guapa así”, me decías mientras me
alborotabas el pelo y uno de mis rizos acababa delante de mis ojos y no me
dejaba ver nada. Después de darme el visto bueno dejabas que me mirase en el
reflejo que me devolvía un escaparate, y me peinaba un poco bajo esa mirada
atenta con la que me decías sin hablar “ni se te ocurra recogértelo otra vez”.
Tenías la capacidad de entender mis silencios, mucho más
difícil que ponerle sentido a un montón de palabras. Sabías cuales eran mis
debilidades de la misma forma que tenías consciencia de que tú eras la más
grande de todas. Te aprovechabas de ello pero no me importaba porque me sacabas
una sonrisa cuando nos enfadábamos, de esas que intentaba evitar para que
siguieras intentándolo, y al final conseguías lo que querías; que me olvidase de los insignificantes motivos a los que le pude dar importancia.
Yo por mi parte sacrificaba mis noches por velar tus sueños. Se podía acabar el mundo que si estaba contigo me daba igual el resto de la humanidad. La única preocupación era que los minutos fueran eternos y no pasasen las horas más rápido de la cuenta. Teníamos el mundo a nuestros pies y no lo supimos
ver.
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