Superados los primeros 15 días de au pair en Bruselas puedo decir que hasta ahora no tenía ni una idea aproximada de lo duro y agotador que es ser madre/padre. Nunca tuve que aguantar a un niño demasiado tiempo durante varios días seguidos, que para eso tienen padres, ¿no?. Tenía la perspectiva desde la visión de hija y eso hasta donde sé ahora ya no es válido.
Adriana, 3 años recién cumplidos, un loro parlante y una energía que ni el conejito Duracell. Con la altura perfecta y la fuerza suficiente como para abrir toda clase de puerta y coger lo que sea de cualquier sitio. Unos rizos que le tapan los ojos la mitad del tiempo pero que no le impiden correr como una kamikaze por cualquier parte de la casa sin importar lo duro que esté el suelo.
El escenario una casa preciosa de cuatro plantas en un barrio residencial, pero llena de escaleras. Desde que abres la puerta de entrada unos cuantos peldaños separan el hall que distribuye salón, comedor y cocina. Escaleras para ir a las habitaciones o al baño y para acceder al jardín. Lo que se traduce en no perder a Adriana de vista ni medio segundo, porque subir y bajar tantas veces al día ya solo por estadística tiene que terminar mal en algún momento.
Cuando tu única tarea y obligación es la de cuidar a una niña tan pequeña y frágil de repente empiezas a fijarte inconscientemente en todas las esquinas que tienen los muebles, en la separación de los barrotes de las escaleras y en la altura a la que se quedan los cajones cuando se abren.
Te acostumbras a revisar la pared blanca e impoluta a la altura de sus manitas para que no vaya dejando el rastro y toda tu ropa (jerseys y camisetas sobre todo) se estira sin poder hacer nada por evitarlo.
Desarrollas una fuerza y una habilidad brazo-coordinación que ni en años de gimnasio para llevar un paraguas (abierto), mover un carrito con una niña de 17kg encima, un patinete de Minnie Mouse y la muñeca de turno, todo a la vez. Arreglarte se convierte en algo prescindible, durante el día el movimiento es continuo y al final no sabes si eres tú o si en todos sitios hace tantísimo calor.
La posición habitual ahora es en cuclillas, haciendo cuádriceps, o en el suelo directamente, estirando. No sabes por qué pero en todos tus bolsillos se materializan dibujitos, pañuelos usados o piezas de juguetes que ni has visto.
La magnitud de los problemas descienden al subsuelo y tu mayor preocupación es que la batería del iPad no se muera a medio terminar el capítulo del "Maravilloso reino de Ben y Holly" mientras está comiendo sin rechistar.
Nunca había experimentado esa sensación de tensión constante, el vaso lleno de agua al borde de la mesa, la chancla con la que sabes que se va a tropezar, la pelota que rebota en la estantería... Desde el momento en el que abre los ojillos por la mañana llenos de legañas hasta que vuelve otra vez a la cama por la noche.
Ellos no se cansan, tú sí, pero ellos no y además les da completamente igual. "Pero es de día... ¿cómo voy a dormir ahora?" no saben apreciar la siesta, qué se le va a hacer... Nunca es el último cuento, ni los últimos dibujos, ni el último puzzle, ni sabrás como termina la película, ni si la Sirenita se queda con el príncipe.
Tus neuronas se verán envueltas en una lucha interna al cambiar tu rutina de "True detective" y "Orange is the new black" por "Caillou" y "Peppa Pig" y el Spotify por los cantajuegos.
Menos mal que se les olvidan rápido las cosas y pasan de la tristeza profunda a la felicidad personificada. Del llanto agudo y penetrante a la más radiante de las sonrisas, esos besos con babilla y los abrazos que te ahogan...
La edad del "por qué" de Adriana ha mejorado mi capacidad de reacción y me ha convertido en toda una profesional en dar respuestas encadenadas y en mantener diálogos de besugos de lo más inteligentes. Que se cuestione todo por defecto como acto reflejo ha hecho que yo me pare un poco más a pensar las cosas, "¿Andrea por qué ese señor duerme en un banco de la calle? ¿No tiene papás?".
Siempre me ha hecho gracia el tono de voz que utilizan los padres para hablar con los niños, como si fueran tontitos. Entonaré el mea culpa, es útil. Nunca pensé que acabaría chantajeando a nadie para que soltase un biberón terminado o se comiese medio macarrón. Tampoco me había reído tanto como estos días con las ocurrencias de una mente que todavía está work in progress.
¿Intimidad? ¿Eso qué es? Se me viene a la cabeza la tan mítica frase de madre "no puedo ni ir al baño tranquila"... eso es una verdad absoluta y no la de Sócrates. Si es que nada más desabrocharte un botón del pantalón empieza a moverse el pomo de la puerta y antes de que puedas reaccionar tienes su cara ojiplática plantada delante del WC. Sin mencionar ese momento despelote cuando se agarra a cualquier parte de tu anatomía y la ropa interior le parece de lo más fascinante.
El tiempo... otra utópica realidad para la gente que vive lejos del ambiente infantil. Programar cualquier cosa dentro de un tiempo determinado es directamente imposible. Ponerse un calcetín o lavarse los dientes pueden ser los juegos más divertidos que hayan existido jamás; "cuanta más prisa más calma".
Cuando has consensuado que la mañana la vas a pasar al parque y por fin has conseguido que se haya puesto la chaqueta del derecho, el abrigo y le has abrochado los mini tenis que tanto cuesta meter en esos pies que no dejan de moverse (todo rosa, por supuesto), te ausentas un minuto para coger las llaves, vuelves y se ha quitado hasta los calcetines. Su mirada se ha quedado clavada en ese libro de pegatinas de Hello Kitty que llevaba semanas sin ver y el parque ya no le parece tan buen plan.
Las galletas, la fruta, el agua, las toallitas, el gorro para el sol, la crema, el carrito para su bebé, el otro bebé, el bebé del bebé y las cartas de Peppa Pig... tan pequeños y tanto despliegue cada vez que se pone un pie fuera de territorio conocido.
Las babas y los mocos son una parte más de tu rutina de belleza, el pis y otras cosas peores ya no suponen ningún problema siempre y cuando no te pille en medio de la calle más concurrida y se desate la voz de alarma a la clave "tengo pipí".
Te conviertes en el recogebasuras que se come todo lo que se deja en el plato y eres capaz de separar a velocidad de infarto el arroz en el "arroz 3 delicias", los guisantes en una tortilla de guisantes y los "macarrones amarillos" en la ensalada de pasta.
Esas lágrimas de cocodrilo para no andar, se va tan bien en brazos que claro, se vuelven vagos hasta para llegar a la parada del autobús... nunca pensé que no pisar las líneas que separan los adoquines me fuesen a ser de utilidad. Todo es más fácil cuando la rutina es un juego constante.
¿Qué quieres ir a un museo a ver una exposición de Magritte? Te aprovisionas de folletos informativos que siempre coges y nunca miras cuando pagas la entrada; "Adriana, ¿ves este cuadro de aquí? Sí, sí, el de las nubes, anda ayúdame a buscarlo, tiene que estar en esta planta".
Lo encontramos.
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